El sistema internacional de Derechos Humanos, desde el punto de vista de la legislación que los consagra junto a los mecanismos destinados a su cumplimiento, son una herramienta invalorable para el progreso de las sociedades.

Por Lía Méndez,

Podemos afirmar que esa desigualdad es la violencia de la vulneración de los derechos más básicos, si bien fundamentalmente derivada de lo institucional, también es importante observar factores sociales y personales que intervienen en el proceso de profundización de la desigualdad, tanto por acción como por omisión. 

Sin embargo, el simple cotejo con la realidad cotidiana nos interpela como individuos y como sociedad, habida cuenta que la puesta en dinámica de los derechos humanos deja al descubierto la tremenda distancia que existe entre la normativa y el ejercicio efectivo de los derechos que en ella se proclaman. La creciente desigualdad social es la expresión más cruda de esa brecha cada vez más marcada.

En cuanto a los factores sociales nos referimos en particular, al racismo y la discriminación como fenómenos facilitadores de la perpetuación de la desigualdad.

La reflexión sobre la importancia de la práctica social de los derechos humanos como un camino ineludible para la superación de la violencia social y personal, requiere de la internalización de la calidad de sujeto de derecho de los seres humanos.

En el plano de las relaciones sociales, el respeto de los derechos humanos no se logra por una imposición moral, sino que requiere concientización sobre el valor y la importancia de incorporarlos como referencia de conducta. 

Ellos son representativos de los valores humanistas de igualdad y libertad,  ubicando al ser humano  como centro de la organización social,   basamento éste  ineludible para la construcción de  una  cultura  de paz  y no violencia.

Cada nuevo derecho que se reconoce amplía nuestra  esfera de libertad  al garantizar   su pleno ejercicio en un marco de convivencia social.

Habida cuenta de la situación que describimos, podemos afirmar   que los derechos humanos hoy son una aspiración, en tanto no tienen la vigencia efectiva que establecen sus normativas y que los Estados se han obligado a garantizar, mostrando con ello la contradicción del sistema expresada en desigualdad.

Hay una brecha importante entre el texto de la legislación  y la práctica  institucional – que podemos medir según el grado de cumplimiento por parte del Estado-   como así también la práctica social -referida  tanto   al conocimiento de los derechos humanos en las poblaciones, como a la concientización en la sociedad sobre su valor y la  importancia de bregar por su efectivo ejercicio.

Los derechos humanos son interdependientes, esto es, funcionan en  estructura  siendo ésta  una de sus características esenciales derivada de un enfoque  integral del ser humano y sus necesidades.

Esa concepción estructural  asume que los derechos humanos – tal como lo prescriben los instrumentos internacionales-,  no se presentan como  derechos aislados, tanto en su definición  como en su  ejercicio, sino que cada uno supone el acceso a todos los demás sobre la base de la igualdad y universalidad.

Es importante porque el abordaje de su estudio, más allá de las particularidades de cada derecho, no debe perder de vista este aspecto de  estructuralidad  para comprender la dinámica de su ejercicio;  sobre todo a la hora de generar  respuestas desde el Estado, que también debe ser estructural.

A modo de ejemplo, podemos plantear  que no será suficiente garantía del derecho a la educación, contar con vacantes en la escuela, si simultáneamente no se garantiza el derecho a la alimentación, a la vivienda, y a la salud.

Y esto lo destacamos por cuanto a la hora de poner en dinámica las leyes que consagran derechos, nos encontramos asistiendo cotidianamente a situaciones en las que mujeres, hombres, niños, niñas, ancianos, carecen de acceso efectivo a alguno, algunos o todos esos derechos tan prístinamente enunciados en los instrumentos legales.

Esto evidencia la total ausencia del Estado en la respuesta, y la ausencia de mirada integral de los derechos, desarticulando no sólo el sistema de protección de derechos humanos, sino la vida misma de las personas, emparchando la emergencia, en el mejor de los casos.

Merece un párrafo aparte el tratamiento de los derechos en el sistema de justicia, instancia última de garantía, ya que es a quien corresponde actuar para restituir aquellos derechos que han sido vulnerados, o, en su caso, disponer su reparación cuando no fuera posible la restitución. Encontramos aquí la esencia de la violencia institucional de la que deriva toda violencia social.

En la práctica, el Estado por acción o por omisión violenta, discrimina, condenando a la pobreza y la marginalidad a grandes  sectores sociales.

La sociedad que debiera entonces reaccionar denunciando y reclamando en defensa de los más vulnerables,  actúa muchas veces con indiferencia, incluso justificando o avalando  el no reconocimiento de derechos a determinada persona o franja social, en base a valoraciones discriminatorias generalmente construidas y propiciadas desde los grandes medios de comunicación.

Entonces nos preguntamos si es que sólo el Estado cubre la función de garante o si,  como sociedad, como sujetos de derecho, tenemos algún rol con relación a nuestros semejantes.

Si queremos avanzar en derechos, la sociedad no debería ser ajena a la puesta en funcionamiento del engranaje de cuidado, respeto, reclamo a favor de los distintos actores sociales que se encuentren en desventaja, en desigualdad de trato con relación a los demás.

Resulta imprescindible el involucramiento de la sociedad en su conjunto y de todos y cada uno de nosotros asumiendo un rol activo, que de ningún modo buscará reemplazar al Estado si no, en todo caso, implicará atender a una actitud de cuidado, ayuda, acompañamiento de todo aquel que se encuentre vulnerado en sus derechos.

Por eso resulta necesario la reflexión sobre este punto, para darnos cuenta cómo el individualismo discriminador y violento, la insolidaridad, la falta de compasión y amor por el otro, han calado hondo en la sociedad,  desarticulando las relaciones sociales, contaminándolas de mal trato, odio, venganza,  impidiendo o retrasando el surgimiento  de   una nueva sociedad humana,  que  consciente de sus posibilidades  deseche de su seno todo   aquello  que  genera dolor y sufrimiento.

Es en estos términos que podemos hablar de cada uno de nosotros como “garante” del ejercicio de los derechos humanos, asumiendo una actitud de solidaridad mediante la denuncia cada vez que presenciamos la vulneración de derechos, aportando con ello a la construcción social necesaria para transformar la situación.

Entonces, frente al hecho que hoy se imponga la violencia cada vez con mayor virulencia, si bien es innegable la repuesta institucional, debemos asumir la respuesta social y personal necesaria para exigir la respuesta institucional adecuada.

En este campo merece una profunda reflexión lo planteado en el Libro El Mensaje de Silo, El Camino,  al afirmar:

“Si eres indiferente al dolor y sufrimiento de los demás toda ayuda que reclames no encontrará justificación.”

“Aprende a tratar a los demás del modo en que quieres ser tratado”.

La experiencia nos muestra que algo podemos hacer desde lo personal y con referencia al rol que ocupamos en la sociedad. Las relaciones humanas son construcción social, hay un espacio, por pequeño que parezca, donde podemos elegir proyectar en nuestro medio más inmediato, lo mejor de cada cual. Reconocer y rescatar lo mejor de sí, y proyectarlo al medio social, mejora al individuo y a la sociedad.

Hay una concepción instalada que admite, muchas veces con resignación, la existencia de conjuntos humanos marginados, empobrecidos, casi como si constituyeran una categoría social inmodificable.  Se da por hecho que siempre hubo y habrá pobres, y aún mucha ayuda que se implementa para mitigar la pobreza , lo hace asumiendo resignadamente esa “realidad”.

Sabemos que el mayor obstáculo para cambiar una situación es naturalizarla.

Trascender los límites del pensar, desde mi punto de vista, implica pensar la superación del sufrimiento en el ser humano.

Una sociedad igualitaria es una sociedad sin sufrimiento.

Esto implica necesariamente pensar otra sociedad, trascendiendo los límites impuestos por el sistema que justifica las desigualdades como propias de la “naturaleza humana”.

Si no podemos imaginarla, y por tanto construirla, será porque nuestro pensar está anclado al sufrimiento como inherente a la “naturaleza humana”, y es justamente éste el límite que necesitamos romper en nosotros para ir más allá y diseñar esa sociedad igualitaria a la cual aspiramos.